El envés del cielo

(A Jesús Arias. In Memoriam)
El día en que la mano arzobispal firmó la condena que habría de enviarlo a la hoguera,
el hombre al que llamaban Giordano Bruno cruzó el nuevo Puente de Rialto
e intuyó el firme de piedra bajo sus sandalias. Llegó después
al observatorio clandestino reservado por sus fieles
y sobre aquella Venecia dormida entre sombras
elevó su mirada, todavía pura, intacta, al cielo.
Conmovido de nuevo y dispuesto a pagar el precio
se reafirmó en cuanto ya sabía, en todo lo que
había enseñado en universidades y caminos, la verdad
que le costó la excomunión de católicos y luteranos:
la Tierra era sólo un planeta más entre muchos,
cientos, miles, infinitos tal vez, dispersos en el cosmos
como granos de arena en la playa; y el Sol era sólo otra
estrella de cuantas contenía el orbe hasta sus límites,
cada una con sus respectivos sistemas orbitales, y en ellos, quizá,
océanos y montes, islas y continentes, ríos que desembocaran
en mares cálidos, piélagos a la deriva, polos helados,
bestias proclives a la intemperie o al refugio, acaso
inteligencias capaces de discernir el bien del mal,
la justicia de la misericordia, la frustración de la ira,
la piedad de la compasión. Y aquel hombre
al que llamaban Giordano Bruno
se sintió complacido y dio gracias a Dios
por permitirle advertir tal milagro, de modo
que siguió mirando al cielo, sin descanso, sin reserva,
para perderse en la intensidad de la luz que Venus reflejaba,
en las distancias que ni el mismo Caronte podría completar,
en la geometría de Escorpio, el fulgor de Antares,
la soledad de Sagitario, la música en las esferas de Virgo,
la firmeza del crepúsculo, el templo de Hércules, la lira
que Orfeo abraza en lugar de Eurídice, el caudal del tiempo
vertido en aquellas orillas, mundos en los que Eneas
volvería a abrazar a Anquises cada mañana; e imaginó
intrépidos viajeros que a bordo de naves de fuego
surcaran aquel cénit y pulverizaran todas sus fronteras,
de una luna a la siguiente, a través de cometas fugaces
y asteroides congelados, hasta abrir puertas secretas
a dimensiones ocultas,
a sueños más allá de la razón,
a la red capaz de atrapar el misterio,
a la morada donde el amor de nuestro anhelo
no nos rechaza al fin, pues nos acoge.
Puso después sus ojos Giordano Bruno sobre aquella Venecia agotada
que la peste había reducido a un charco de huesos secos:
a sus pies, las bocas inocentes comulgaban con el terror
y aquel demonio, espíritu invisible, convertía los cuerpos
en cadáveres anticipados, apenas coágulos latentes
que pedían la muerte a gritos en el sudor de sus sábanas,
sin fuerzas para besar la cruz afirmada ante lo que una vez fueron sus labios.
Aquella Némesis llena de rabia había consumado
la tarea que quedó pendiente a las guerras y sus crímenes,
a la disciplina del acero y la ceremonia del incendio,
a la frialdad de los héroes, al filo radiante del sable
y la mordedura certera de aquellas serpientes que creímos hombres,
el golpe en el vientre del recién nacido, la cordura quebrada
en el pecho de las madres, la condena de antemano,
el hambre como nueva política, la lujuria irrefrenable de los reyes
sobre la miseria de quienes lo perdían todo, el saqueo
de los establos, la fruta podrida, el agua estancada,
la descomposición de la carne, el odio resuelto a no dejar
fragmento alguno a la ceniza, los jóvenes arrojados desde las torres,
los viejos cansados de haber nacido, la antorcha en el estómago,
la hiel en el corazón, el nudo en la garganta,
la mansedumbre serena de las víctimas ante la
lógica aplastante del potro. Y se preguntó Giordano Bruno
si no estaban ahí los mundos que debía haber explorado,
las estrellas que distinguió en el pozo inverso del firmamento,
las constelaciones que cartografió, los mil planetas que figuró
tan lejos, sin opción al entendimiento,
porque tampoco él podía entender el sentido de esta patria
ni alcanzaba a poner el nombre más justo a este infierno.
Rezó a Dios, pero Dios no le escuchaba,
igual que no escuchan los luceros remotos,
igual que no escuchan los muertos apilados en las cunetas.
Y cuando ya los miembros eclesiásticos alentaban las llamas
que culminarían su sacrificio, escrutó el filósofo su alma
en busca de una voz que aplacara sus tormentos,
que le confirmara la bondad de sus acciones.
Pero no hubo consuelo para Giordano Bruno
en la noche asesina de Venecia.
En este Carmen Celeste esperamos desde entonces
una sola señal que el universo quiera brindarnos,
una palabra, tan sólo, bastaría para dar por buena
la austeridad matemática que preservamos en nuestras alianzas.
Por eso escudriñamos, sondeamos, alimentamos
la esperanza vana de una respuesta, nos adentramos en
la energía oscura con ondas gravitacionales, fijamos
la posición de enanas rojas, la atracción cuántica de los átomos de axión,
la curvatura del espacio-tiempo en un horizonte de sucesos, confiamos
en que las partículas que emanan de los agujeros negros signifiquen algo
entre tanto silencio, auscultamos la Vía Láctea
para bautizar nuevos exoplanetas, sus emisiones y atmósferas,
futuras arcas para el diluvio que habitará otro siglo,
la Ítaca de Ulises más allá de Alfa Centauri, el laberinto
de Teseo en el dintel de Tau Ceti. Buscamos, así, seguimos buscando,
sin necesidad de ver, sólo de sentir, con telescopios conscientes
que aprendieron a soñar con ovejas eléctricas. El tiempo nos consume,
pero el espacio nos impulsa, en cada año-luz traspasado
hay un niño sano que juega con el mañana,
tigres que comen de la mano de párvulos ciegos,
la frente blanca de un ángel que aspira a ser pétalo.
Pero este cielo tiene su envés, elocuente, derramado
en los bosques que ardieron antes del alba,
en las libertades tuteladas, en los perros adiestrados,
en el espejo que devuelve una poesía sin fuente,
en la pasión baldía de los mutilados, en el manantial de polvo,
en las manos sucias posadas sobre la harina, en las camillas
sobre las que parimos el limo y el alquitrán, en las uñas negras del verdugo,
en el muro que nos separa, en el puente que volaron en Sarajevo,
en el tuétano amasado en los cubos de Somalia, en el
ajusticiado que encuentra en la cal viva el útero al que aferrarse de nuevo,
en el algoritmo inefable del ébola, en el genocidio
señalado en el orden del día, en la querencia presidencial del hacha
y la tapia del cementerio en la que otros respondieron
cuando el general al mando nos llamaba a nosotros.
Y en este envés, el cielo habla:
más aún, grita, se ensordece, se revuelve
en un ruido sin medida ni tasa,
una algarabía de lenguas y aullidos, por si acaso
alguien, en alguna parte,
se inclinara a escucharnos. Por eso
perseguimos otros mundos, como Giordano Bruno,
para que el esplendor de esta estrella no nos deslumbre con promesas eternas,
para que exista una mesa, en una casa,
en la que podamos partir un pan distinto del miedo.